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domingo, 5 de septiembre de 2010

CREAR LA ECONOMÍA ORGÁNICA



CREAR LA ECONOMÍA ORGÁNICA



A. L. Arrigoni



Artículo publicado en Identità. Rivista Europea di cultura Politica, época 1, año 3, nº 2, 21 de diciembre de 2006, pp. 8-12.






Hay una gran acusación en marcha. Es una acusación que vive todavía y que tiene toda la razón para vivir. Se ha acusado a la economía en general y al economicismo en particular. Igualmente, la condena del homo œconomicus se ha convertido en algo normal, habitual, cansino. La razón de este fastidio está en el hecho de que, generalmente, aquellos que se aprestan a lanzarse y a acusar son precisamente aquellos que –más allá de la acusación– no saben construir nada positivo. No basta acusar: es absolutamente necesario construir. Ésta constituye la primera y la más sincera de exigencia doctrinal del momento presente. Por otro lado, existen instrumentos –en el campo jurídico, en el político, en el económico y, en algunos aspectos, también en el científico– mediante los cuales toda nueva construcción realizada no sólo se ha demostrado anacrónica sino verdaderamente dañina para nuestra concepción de un corporativismo integral. Es preciso huir del equívoco. Subordinar la economía a la política o a la ética no debe significar negar la economía, sino que debe querer decir hacer la economía a través y a favor de la política. La economía debe, por tanto, convertirse en un instrumento de la política, pero negarla sería el error más funesto que podríamos cometer. Pero ¿Qué economía? Éste es el primer punto fundamental a resolver ¿La economía del hombre económico, individualista, mecanicista, formal, cientifista y puramente utilitarista? ¿O bien, otra economía que de ella conserva solamente el nombre y olvida completamente –mediante abstracciones corporativas tan absurdas como las cientifistas– las reglas fundamentales del problema económico? Puesto que aquí está el punto esencial de nuestra elaboración corporativa. O de aquí o de allí. O admitir o negar. O economistas puros o pseudo-corporativistas.



Una antítesis a superar



Ahora bien, a nuestro parecer esta antítesis existe, pero un posicionamiento realmente corporativo de la economía no está en el contraste, ni en la conciliación de las dos tesis: está fuera. Se trata, a saber, de asumir nuevos datos para la elaboración del problema económico, de usar nuevos instrumentos para nuevos fines. Puesto que nosotros, corporativistas, precisamente porque miramos hacia los fines, no podemos dejar de plantearnos el problema de alcanzarlos a través del menor coste. Negar a la economía corporativa su característica esencial de mejor adecuación de los medios económicos a los fines nacionales sería como negar a la técnica la característica esencial análoga de mejor adecuación de los medios técnicos a los fines nacionales. Negar ambas cosas significaría en el fondo hacer la mayor exaltación de derroche técnico y económico y querría decir que se hablaría de cualquier cosa que no es ni técnica ni economía. Pero nuestro razonamiento va por otro lado. Para nosotros, transformar paciencia económica tradicional no quiere decir hacerla corporativa mediante un proceso de etiquetas más o menos bien encoladas; quiere decir crear la economía corporativa. Crear la economía corporativa quiere decir replantear todos los conceptos fundamentales que rigen la economía a la luz de las nuevas orientaciones. De esta manera no se considera en absoluto inútil todo el imponente proceso de elaboración doctrinal realizado hasta hoy, pero se utiliza tanto como dato cultural como dato de experiencia científica. Se clarifica de la manera más exacta y, a la vez, más realista, la profunda historicidad de la economía corporativa que es una nueva economía no sólo porque niega los postulados precedentes, sino, sobre todo en tanto que crea otros nuevos, vinculados a nuestra concepción social, política y ética.

Existe una exigencia típicamente moderna que no queda satisfecha por el prevalecer de una tesis sobre otra, ni tampoco por el predominio absoluto del concepto de producción (productivismo), o por el de distribución social (socialismo), o por el de utilidad (economicismo individualista) o por el del carácter mecánico de los fenómenos sociales (mecanicismo). El prevalecer absoluto de todas estas tendencias y concepciones particulares es precisamente el resultado típico de la concepción individualista y materialista del mundo. Pero el negar las exasperaciones de estos conceptos no quiere decir, en absoluto, afirmar la negación del propio concepto; al menos, según la concepción corporativa que rechaza al individuo como ser unilateral y abstracto, pero asume al hombre como ser universal y concreto. Precisamente la existencia de esta exigencia, típicamente moderna y en absoluto exclusiva de Italia, es lo que ha hecho nacer las corrientes del institucionalismo (Estados Unidos de América: Veblen), del neoclasicismo inglés, del universalismo (Austria), del corporativismo administrativo en Alemania y algunas corrientes francesas que toman como referente a Bodin. Esta exigencia moderna procede a la vez de una necesidad de justo límite y de superación de estos conceptos. De aquí el factor predominante representado por la política –como medio de ordenación, de límite, de orientación y de nuevas síntesis– en el pensamiento moderno. Se trata, por tanto, no de negar la ciencia (por negar el cientifismo), no de negar la razón (por negar el racionalismo), no de negar la producción (por negar el productivismo), no de negar la economía (por negar el economicismo), etc.; sino se trata, por el contrario, de encontrar un punto superior de contacto entre estas elaboraciones científicas, de manera que actúen en una dirección común hacia el objetivo unitario de la nación. Negando, por ejemplo, las abstracciones matemáticas de Walras o Pareto no negamos toda su obra en bloque. Existe un problema de síntesis superior, tal de no excluir completamente el análisis anterior, sino, al contrario (por aquello que se puede salvar a la luz de las nuevas ideas), tal de comprenderlo y extraer de él normas de conducta útiles y principios de actuación.

Es necesario, en otras palabras, elaborar nuevos conceptos, lo cuales, permaneciendo restringidos y poseyendo valor también en cada rama de los estudios particulares, puedan unificarse en una síntesis superior representada por la política y la ética. Por ello, subordinar la economía a la ética y a la política no puede significar solamente una subordinación externa y mecánica, ni tampoco puede significar una negación –a efectos prácticos irreal– de la economía. Debe significar, por el contrario, subordinación íntima, continua (capilar se diría). Y todo esto puede verificarse si no sólo se absorben en la política las conclusiones de la economía (por su naturaleza particularista), sino si el propio realizarse de la economía se sitúa en la política. Hoy el nuestro quiere ser un planteamiento de esta nueva concepción de la economía corporativa.



Las bases del problema económico



Establecido lo que entendemos por problema económico corporativo (mejor adecuación de los medios económicos a los fines nacionales), se trata de ver el planteamiento que más se vincule a la realidad corporativa. La base del problema económico clásico, individualista y mecanicista, es un problema de utilidad (es necesario recordar, en efecto, que los mayores exponentes de las doctrinas económicas clásicas: Ricardo, James Mill, John Suart Mill, hasta Pantaleoni, parten esencialmente, directa o indirectamente, de la filosofía utilitarista de Bentham), por tanto un problema de satisfacción (por consiguiente de bienestar).

Este problema de utilidad no es negado para nada en una economía corporativa, ni tampoco son negados la satisfacción y el bienestar individual. Solamente esta misma utilidad económica, individual o colectiva, está jerárquicamente encuadrada en un sistema (Estado corporativo) que la modifica, ya sea preventivamente (a través de un influjo sobre la situación psicológica del individuo), ya sea durante la actividad económica (a través del ambiente, creado por los organismos corporativos).

Ahora bien, el fin –encuadrado en este sentido– no es ya solamente ni un problema de utilidad colectiva, ni un problema resatisfacción colectiva, ni tampoco un problema de bienestar colectivo, elementos, éstos, esencialmente económicos, unilaterales e individualistas. Puesto que se refieren al individuo o a la colectividad, considerada ésta, no obstante, únicamente como la suma de los individuos, mientras que nosotros concebimos la sociedad de manera jerárquica y como algo diferente de la mera suma de sus componentes. Por lo tanto, utilidad, bienestar, hedonismo –en tanto que se puedan, por su propia definición, referir exclusivamente a un individuo o a una suma de individuos– permanecen vivos en una economía corporativa sólo para aquello que concierne al individuo singular o a una colectividad de individual, mientras que es absurdo hablar (en términos rigurosamente científicos), por ejemplo, de utilidad nacional, o, peor, de utilidad social, puesto que aquí entran otros elementos (el político, el militar, el social, etc.) que no permitirían jamás plantear el problema (en una economía corporativa) en términos exclusivamente económicos.

Por esta razón, si hedonismo, utilidad y bienestar continúan estando presentes en una economía corporativa –referidos a individuos o a grupos de individuos– si bien modificados, por otro lado deber ser integrados en otro concepto que, queda claro, no se agota en ellos. Es cierto que el individuo tiende, también en una economía corporativa, hacia su propia satisfacción, pero es igualmente cierto que esta satisfacción, si bien puramente económico, encuentra toda una serie de limitaciones que el propio agente se ha impuesto (a través de los órganos corporativos) voluntariamente y jerárquicamente para alcanzar un determinado fin. Y, en definitiva, este fin transforma (es su expresión, en su desarrollo y en su realización) la figura primitiva del estímulo económico, social, humano, militar etc. La antigua utilidad, aun continuando viva, se transforma en una entidad mucho más compleja y, a la vez, diferente.



Dos ejemplos



Existe ya un ejemplo, quizás demasiado exaltado en superficie, pero en absoluto definido como precisión en profundidad: la autarquía. La autarquía es un concepto que defino como integral, en el sentido que integra corporativamente todos los posibles significados del término en una síntesis que quiere ser superior, es decir, no quiere (y esto es el verdadero sentido de la autarquía tal y como nosotros lo interpretamos) agotarse en la reglamentación, en el freno de los fenómenos del comercio exterior sino que quiere ir más allá, hacia un incremento efectivo de todas las posibilidades nacionales. Por esta razón, encontramos una autarquía económica, una autarquía científica, una autarquía política, una autarquía militar y una autarquía espiritual. Ahora bien, la existencia de esta concepción superior de autarquía, no quiere decir desvincularse de las exigencias particulares (por ejemplo, ignorar las obras literarias de autores extranjeros, o clausurar los intercambios comerciales con otros países) de carácter cultural, científico, económico, etc., sino que quiere decir, servirse de estos medios particulares para alcanzar mejor nuestro fin. Lo que significa, por ejemplo, tener en cuenta las reacciones puramente económicas que puede provocar una determinada medida autárquica.

Este carácter de multiplicidad de significados, característico de la autarquía, siempre ha hecho y siempre hará difícil el encasillamiento de este concepto en una categoría de pensamiento o en un sistema lógico de ideas. Todas las definiciones de autarquía existentes son evidentemente particulares; y esto es lógico si se mira sobre todo hacia el valor (que no es contingente) de la autarquía y no a su preciso significado (que sí puede ser contingente). Todo esto quiere decir que la autarquía –al igual que otro concepto: el de la justicia social– si bien se puede traducir a términos rigurosamente económicos, no se reduce en su totalidad a la economía, si bien se puede traducir en términos militares, no se puede reducir en su totalidad a una doctrina militar, etc. Y quiero decir una cosa que, a mi juicio, es fundamental y que ya fue escrita por Niccolo Giani: «La nomenclatura cuenta poco. Por el contrario, lo que importa es que se trate de idea-fuerza, es decir, de principios vitales vivos». Comprendidas claramente por todos y, a la vez, capaces de proponer a los estudiosos los más arduos problemas de análisis particular, éstas dos: autarquía y justicia social, constituyen términos esencialmente elípticos en el verdadero sentido de la palabra. Forman parte de aquellas ideas-fuerza que animan la síntesis fascista y que permiten adaptarse –fijada la dirección– a todas las posibles situaciones contingentes o históricas ¿Se trata, por tanto, de una negación de la economía o de las otras ciencias en este campo? A mi parecer, no. Más bien creo que este proceso sitúa el problema en su aspecto económico o científico real, planteado según lo asumido anteriormente.

Siguiendo las líneas enunciadas, examinamos hoy un nuevo planeamiento del elemento fundamental de toda economía: el problema del bienestar; y entiendo enmarcarlo, según lo que asumo, en el cuadro real corporativo.



Los planteamientos más recientes



A través de las breves notas precedentes, habíamos hecho notar cómo el intento de llegar a la formulación de un bienestar entendido en sentido netamente materialista y económico está fatalmente destinado a fracasar en una economía corporativa. El máximo de bienestar colectivo o de utilidad colectiva constituyen siempre conceptos atomistas y mecánicos que representan, como señala justamente Gino Arias, la negación de la sociedad. Por tanto, no son aplicables al sistema corporativo. Sea porque el ideal del placer no es el ideal del corporativismo, sea porque, como ya se ha dicho, la sociedad corporativa no el la suma de los individuos. Este escollo de la teoría económica resulta de un notable alcance; sobre él se han afanado economistas de prestigio proponiendo soluciones determinadas. Un intento especialmente notable ha sido llevado adelante por el inglés Alfredo Pigou en su obra The economics of Welfare, en la cual, al concepto de bienestar, que el denomina económico (economic Welfare) contrapone el bienestar compresivo (total Welfare) intentado definir el contenido. Pero la concepción utilitarista y materialista del bienestar por el bienestar, a pesar del esfuerzo por superarla, permanece inmutable y, si Pigou posee el mérito de haber distinguido la colectividad del individuo, se guarda bien de reunir la indagación sobre la «conveniencia» individual y colectiva con la de las finalidades individuales y sociales. Para Pigou, el bienestar económico de una sociedad depende de la importancia del volumen medio de dividendo nacional producido anualmente, de la uniformidad mayor o menor de las partes medias de dividendo nacional distribuidas anualmente, de la constancia obtenida en la producción y la distribución del dividendo nacional. Sobre este punto, Arias hace una crítica muy densa al pensamiento del economista inglés y no cabría disentir de ella.

En resumen, se puede afirmar:

1. El bienestar de una sociedad no puede conocerse sin el conocimiento de sus ordenamientos políticos.

2. El bienestar en sí es una falsa concepción del bien.

3. Es falsa la relación entre bienestar (concepción subjetiva y cualitativa) y cantidad de riqueza (concepción objetiva y cuantitativa.

4. La economía corporativa, afirmando la unidad de la economía nacional, proclama que la coordinación y la subordinación recíproca de las energías productivas no se alcanzan inspirándose exclusivamente en el criterio utilitario e individualista.

Incluso, la óptima distribución de la renta nacional se sustrae a cualquier criterio de valoración política y morar (ejemplo: criterio de justicia social) y toda se vincula al mayor consumo y, por tanto, al mayor bienestar que derivaría de la transferencia de una parte de la renta nacional de los ricos hacia los pobres. Donde se puede observar que el criterio de determinación del bienestar es puramente subjetivo y cuantitativo.

Según este párrafo se debería poder medir exactamente las cuotas de bienestar que alcanza un individuo en función de un aumento de la renta y –donde fuese posible– se llegaría probablemente a creer que el bienestar que un individuo A recibe de una cuota de renta X es diferente del bienestar que recibe un individuo B de la misma cuota. Sobre esta posición se ha mantenido, por ejemplo, Fovel, quien resume los objetivos de la economía corporativa en los tres siguientes: máximo bienestar de la colectividad presente; máxima potencia de la producción; máximo ahorro. El mismo razonamiento –si bien ligeramente atenuado– expone Fanno en su último libro, Introduzzione alla teoria economica del corporativismo.



Eficiencia, bienestar, utilidad



La cuestión es ciertamente compleja y por nuestra parte no nos hacemos ilusiones de que podamos hacer una contribución notable sobre este terreno surcado de mentes ilustres. Pero nos parece oportuno hacer algunas consideraciones de una cierta importancia, dirigidas a transformar radicalmente el marco del problema. El concepto de bienestar es un concepto esencialmente materialista, «sensitivista», individualista. Constituye función de sí mismo. El intento de definir el bienestar social y colectivo sólo se justifica si se admite como postulado que la sociedad sea una suma de individuos. Si se considera la sociedad como algo distinto a los individuos separados, no se puede aplicar ese concepto porque se niega la identidad de fines entre individuo y sociedad. Un solo caso puede admitir que el bienestar colectivo –considerada la sociedad ficticiamente distinta del individuo– sea también el individual: pero es aquel donde el individuo se identifica con el Estado y se está ante el comunismo. Pero partiendo del presupuesto de una sociedad que persiga determinados fines (nacionales) superiores, por importancia y por duración, a los individuales, el significado de bienestar y de utilidad cambia profundamente de naturaleza. Si el fin del individuo debe estar subordinado al del Estado también su utilidad y su bienestar sufren la misma suerte.

Por consiguiente, se debe buscar aquel bienestar para el individuo que lo haga más idóneo para los fines superiores del Estado. Esto no significa identificación del bienestar individual y del nacional, ni tampoco significa la identificación de los fines; significa jerarquía de fines (y, lo que no haremos por falta espacio y no ser el lugar para ello, se podría aclarar esta idea considerando por separado el ordenamiento corporativo en sus órganos y en sus realizaciones prácticas). Ahora bien, el máximo de bienestar para el individuo no es un máximo absoluto, sino que es relativo; el bienestar no es materialista, ni cuantitativamente determinado según una igualdad o desigualdad de necesidades, sino que está cualitativamente determinado según una escala de diversas necesidades, no consideradas por sí mismas (materialismo) sino en función de un deber y de una jerarquía en la sociedad (corporativismo). En este punto, el problema que se plantea es el acoger en el criterio de la distribución el postulado ético de la economía corporativa (fines nacionales). Al igual que en una economía individualista, en la satisfacción del hedonismo individual estaba la asunción del principio ético individualista –es decir, el máximo de satisfacción del individuo– así, en una economía corporativa, en la mejor satisfacción de aquellas necesidades que el individuo experimenta en tanto que parte real, factual, colaboradora de un complejo social que persigue determinados fines, está el asumir el principio ético corporativo.

Otra característica que diferencia completamente los dos conceptos de bienestar y de utilidad está relacionada con el tiempo. El bienestar y la utilidad individualistas son términos estáticos: se refieren a una suma de bienes presentes, no consideran los bienes futuros; dan a cada uno según su producción presente, no por la del futuro. Nuestros conceptos de bienestar y de utilidad son extremadamente dinámicos, consideran el presente y el futuro, el rendimiento del presente y el del futuro.

Por este cúmulo de razones, estos términos no son los idóneos para definir, por ejemplo, la mejor satisfacción de las necesidades de un individuo en un régimen corporativo. Utilidad y bienestar no se consideran en función del sujeto, sino que se emplea un concepto superior que no excluya o niegue, sino que más bien comprenda el bienestar y la utilidad de este sujeto.

Y esta cuestión, que –¿Hace falta decirlo?– no es una cuestión de terminología, creemos que se resuelve mediante el empleo de otro término más compresivo y menos subjetivo: se trata del término eficiencia. La ineficiencia de un individuo no puede considerarse aisladamente, sino que debe ser ambientada en un determinado clima moral, en un determinado estadio de la civilización humana, en un determinado método de trabajo; no se trata de un concepto subjetivo, sino que se debe siempre expresar en función de un determinado fin (que no es el individual, pues, en este caso sería bienestar); no expresa sólo el presente estático, sino también las posibilidades futuras, por tanto es un concepto dinámico.

Sin embargo –lo que nos parece especialmente notable– este concepto no es unilateral como los términos bienestar y utilidad (que deben por fuerza ser individualistas o colectivistas) en cuanto que la existencia de una eficiencia en el individuo presupone el máximo de bienestar y de utilidad compatibles con esta eficiencia, esto es, presupone la existencia de otros fines (los del individuo) distintos de los nacionales, los cuales se consideran y potencian dentro de sus justos límites.



El principio de eficiencia



El concepto individualista-materialista queda automáticamente excluido. En el principio de eficiencia se asume necesariamente un criterio de valoración y de juicio diferente del puramente individual o colectivo, pero queremos llamarlo corporativo (en tanto que este criterio no es solamente ni el del individuo ni el del Estado, sino que es el de los órganos corporativos en su conjunto). Por lo tanto, el fin económico general a buscar será: un máximo de eficiencia de los productores y un máximo de eficiencia de la producción, términos éstos que lógicamente es imposible distinguir en realidad, pro que nosotros distinguiremos sólo por las oportunidades de investigación. No basta, es necesario observar, que el primero y el segundo exigen una valoración que vendrá de los fines nacionales y que no pertenece al ámbito puramente económico. Planteado así el problema, el marco cambia radicalmente, se ha realizado la subordinación de la distribución de la riqueza a los fines éticos y políticos: ahora se puede hablar, por ejemplo, de la igualación de las rentas desde un punto de vista diametralmente opuesto, no se basará ya en la máxima satisfacción de los individuos, sino sobre la máxima eficiencia de los escasos medios utilizados para un determinado fin nacional. El máximo de producción nacional se convertirá en el máximo de eficiencia posible (esto es, el máximo de producción compatible con las exigencias presentes y futuras, compatible con el ideal nacional, con los principios sociales o políticos asumidos y las posibilidades nacionales existentes: Autarquía). El criterio de valoración individual todavía está presente pero sólo en la fase inicial y solamente encuadrado dentro de un determinado «ambiente» que podemos llamar corporativo constituido por los órganos que encuadran, orientan y dirigen la actividad económica del individuo según un determinado fin nacional y social.

Por tanto, al considerar el uso que haremos de los términos tradicionales es necesario tener presente, para no exponernos a fáciles equívocos, esta premisa de principio. Así planteado, el problema de la eficiencia máxima de una economía corporativa, ignorando la economía el resto de aspectos de la eficiencia, vinculados a la educación, la medicina, la técnica, la psicología, se puede ver bajo un doble aspecto:

a) Eficiencia máxima de la producción nacional.

b) Eficiencia máxima de los trabajadores (entendidos en le sentido corporativo e integral de participantes en la producción).

La primera se obtendrá a través de un máximo de eficiencia en la producción; en su regularidad, en su distribución (conceptos que éstos comprenden: de disfrute autárquico de los recursos del país; de reglamentación y control de la producción; de «óptima» distribución respecto a los fines nacionales y sociales).

La segunda se obtendrá a través de un aumento del rendimiento del trabajo manual y un aumento de las cogniciones técnicas subjetivas (estas dos condiciones significan en otras palabras: a) Bienestar físico-psíquico del trabajador, su «óptimo» tratamiento a efectos de rendimiento, no sólo productivo sino nacional, por lo tanto, demográfico, militar, etc., b) Progreso técnico, por lo tanto, aumento de la capitalización, incremento de la innovación tecnológica, aumento del rendimiento de la máquina, etc.).



El máximo de eficiencia del trabajador



Ilustrado brevemente nuestro planteamiento, examinaremos ahora (para entrar más en la ejemplificación y para demostrar como prácticamente se introduce de manera directa en la economía la concepción de eficiencia) según sus líneas esenciales el problema del máximo de eficiencia del trabajador (entendido éste en el sentido integral de participante en la producción según la definición de la Carta del Trabajo; trabajo = deber social). Este máximo de eficiencia del trabajador se considera sólo económicamente, obviando los demás aspectos, íntimamente vinculados, de la eficiencia (demográfico, militar, político, social). El máximo de eficiencia del trabajador se sitúa bajo un aspecto unitario con relación al fin y bajo un aspecto complejo con relación a los medios. Los medios económicos para alcanzar este máximo se pueden derivar lógicamente de las consideraciones precedentes. Si, por ejemplo, la desigualdad de las rentas (como es fácil demostrar) lleva a la negación de la eficiencia de algunos trabajadores (desocupados) y a la reducción al mínimo de la eficiencia de otros trabajadores (ocupados por el salario mínimo) sobreviene lógicamente el problema de aumentar el salario de estos trabajadores. Por lo tanto, la transferencia de cuotas de renta desde las clases más poseedoras a las que menos (justicia social). Pero –y esto es importantísimo– desde este punto de vista no es ya el bienestar o la utilidad del individuo lo que se sitúa como fin sino aquel bienestar relativo que permite al individuo alcanzar las condiciones de máxima eficiencia.

La primera conclusión importante que surge de nuestro tema es esta (verdaderamente corporativa): El máximo de eficiencia de los trabajadores no se obtiene con la prefecta igualdad de las rentas: en efecto, en una economía corporativa las necesidades de bienestar del individuo para alcanzar el máximo de eficiencia son relativas a la cualidad, al las funciones y a las posiciones que el individuo ocupa en el cuadro nacional. El problema de la definición de estas cualidades, funciones y posiciones, se convierte en un problema de ordenación resuelto o a resolver por el Estado corporativo. De tal modo, el principio jerárquico fijado en la base de la moral corporativa es plenamente respetado también en la concepción económica.

La segunda conclusión, que nos parece más importante, es que en una economía corporativa la riqueza no es un fin en sí misma sino un medio para alcanzar un determinado fin (función social). De aquí deriva la consecuencia que el rico (empleo la gastada terminología de ricos y pobres porque no se ha encontrado una mejor. En efecto, no creo en una clase de los ricos contrapuesta a una clase de los pobres. Creo, por el contrario, en la existencia de un complejo ordenado de categorías sociales distintas de las funciones, de los fines nacionales y particulares, etc.) por muy eficiente que pueda ser por un aumento de sus rentas, no podrá obtener un grado de eficiencia mayor que el pobre que tenga este acrecentamiento. El rico que aumenta su renta no aumenta su productividad en proporción ni tampoco aumenta en proporción su consumo, mientras que el pobre que aumenta su renta, aumenta su productividad y su consumo. Sin embargo –otra consecuencia importante y corporativa– no es el pobre en tanto que pobre, sino que es el pobre en tanto que presente determinadas características el que merece el impulso de eficiencia (por ejemplo: capacidad, inteligencia, requisitos demográficos o políticos, etc.).

La tercera conclusión es relativa a un caso particular de la primera. Las rentas más elevadas pueden actuar en sentido favorable sobre la eficiencia de un trabajador de modo semejante. Esta mayor renta le permite alimentarse mejor, y en consecuencia ser más fuerte; le abren la puerta a nuevas ocasiones de recrearse y de mejorar la su educación; y le ofrecen además indirectamente aquellas ventajas que se derivan de un mayor descanso y de su mejor utilización, puesto que muchas de las cosas que el pobre debe hacer por sí mismo, puede hacerlas realizar por otro si está mejor remunerado. Sobre este tema Hicks (en su Teoría dei salari) hace unas observaciones que compartimos plenamente. Escribe: «Es bueno que los gastos deban acrecentar el placer de las existencia, pero el placer y la eficiencia (laboral) no van siempre unidos. Después de que los salarios hayan alcanzado un cierto nivel, sólo algunos pocos gastarán los ulteriores aumentos en cosas que desarrollen su eficiencia de trabajadores. Si se aumentan los salarios de un grupo amplio de trabajadores habrá casi siempre alguna reacción favorable sobre la eficiencia; pero cuanto más altos sean los salarios probablemente más pequeña será esta reacción». Exacto. Proceden, en consecuencia, unas consideraciones de orden general.

Admitido que se quiera dar a la eficiencia corporativa del trabajador la máxima valoración posible y nacionalmente útil, es necesario plantear el problema de impedir que un aumento del bienestar material lleve a la disminución de esta eficiencia. De aquí, los problemas colaterales de la formación de una conciencia nacional. De tal manera este continuo mejoramiento de las condiciones materiales no es ya un fin en sí mismo, sino el medio a través del cual se pueden alcanzar integralmente los fines del Estado.

Las conclusiones que hemos sacado de todo esto se encuadran perfectamente en el marco corporativo, lo que demuestra que esta superación de la economía, que no es identificación ni tampoco simple subordinación a la política, se exprese (corporativamente) de la forma más real, se adhiere a la vez a la realidad y a la teoría.

Resulta evidente que esta nueva concepción abre posibilidades infinitas, siendo susceptible de aplicaciones más vastas y comprehensivas, tales de poder definir de modo integral y preciso la economía corporativa: economía de eficiencia, y fijando de tal modo a ésta su carácter preciso no sólo en los fines, sino también en los medios. Nos hemos limitado ha ofrecer un primer punto de salida, esperando que éste pueda ser retomado y debatido y hacerlo más extensamente en el futuro.



(Traducción Olegario de las Eras)