Publicamos el siguiente texto del filósofo alemán Martin Heidegger escrito en 1936. Aclarar que aunque hoy, más de setenta años después, el problema de Europa continúa siendo el mismo, acrecentado y agravado, Rusia debe entenderse como la potencia comuista y no el país en sí, y por tanto, como la otra cara junto al americanismo de lo que hoy denominamos mundialismo.
MARTIN HEIDEGGER.
INTRODUCCIÓN A LA METAFÍSICA (escrito en 1936). Ed. Nova, Buenos Aires, pp. 75
y ss. Traducción de Emilio Estiú.
Este texto recuerda poderosamente el tema del último hombre de Nietzsche y es sin duda uno de los textos que más
han influido en la Nouvelle Droîte.
Esta Europa, en
atroz ceguera y siempre a punto de apuñalarse a sí misma, yace hoy bajo la gran
tenaza formada entre Rusia, por un lado, y América, por otro. Rusia y América,
metafísicamente vistas, son la misma cosa; la misma furia desesperada de la
técnica desencadenada y de la organización abstracta del hombre normal. Cuando
el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente
explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar
cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuando se puedan ‘experimentar’
simultáneamente, el atentado a un rey, en Francia, y un concierto sinfónico en
Tokyo; cuando el tiempo sólo sea rapidez, instantaneidad y simultaneidad,
mientras que lo temporal, entendido como acontecer histórico, haya desaparecido
de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija como el gran
hombre de una nación; cuando en número de millones triunfen las masas reunidas
en asambleas populares -entonces, justamente entonces, volverán a atravesar
todo ese aquelarre, como fantasmas, las preguntas: ¿para qué? -¿hacia dónde?-
¿y después qué?
La decadencia
espiritual de la Tierra ha ido tan lejos que los pueblos están amenazados de
perder la última fuerza del espíritu, la que todavía permitiría ver y apreciar
la decadencia como tal (…). Esta simple comprobación no tiene nada que ver con
el pesimismo cultural ni tampoco, como es obvio, con el optimismo. En efecto,
el oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la
tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo
creador y libre, ha alcanzado en todo el planeta tales dimensiones que
categorías tan pueriles como las de pesimismo y optimismo se convirtieron desde
hace tiempo en risibles.
(…)
Decíamos que
Europa yace en medio de la tenaza formada por Rusia y América y que
metafísicamente -es decir, con referencia a su carácter mundial y a su relación
con el espíritu- ambos países son iguales. El puesto de Europa es tanto más
funesto por cuanto la impotencia del espíritu procede de ella misma y -aunque
preparada desde antes- se determinó definitivamente en la primera del siglo
XIX, a partir de su propia posición espiritual. Entre nosotros se produjo,
alrededor de la época que se designa de buen grado y brevemente como ‘derrumbe
del Idealismo alemán’. Esta fórmula es, por así decirlo, como un escudo
protector, tras el cual se oculta y encubre la falta de espíritu que ya
despuntaba, es decir, la disolución de los poderes espirituales, el rechazo de
todo preguntar originario por los fundamentos y sus condiciones. En efecto, no
sólo se derrumbó el Idealismo alemán sino que la época ya no tuvo suficiente
fuerza como para seguir acrecentando la grandiosidad, extensión y originalidad
de ese mundo espiritual, o sea, como para realizarlo verdaderamente (…). La
existencia comenzó a deslizarse hacia un mundo que carecía de aquella
profundidad, a partir de la que en todo caso podría llegar y retornar lo
esencial al hombre, pues ella es lo que lo constriñe a llegar a la superioridad
y le permite obrar conforme con una jerarquía. Todas las cosas cayeron sobre un
mismo plano, sobre una superficie que, semejante a la de un espejo ciego, ya no
refleja, ya no devuelve nada. La
dimensión predominante fue la de la extensión y el número. El poder ya no
significó la capacidad y prodigalidad que parte de cierta elevada
superabundancia y del dominio de fuerzas, sino la ejercitación de una rutina,
susceptible de ser aprendida por todos y siempre vinculada con cierto penoso y
desgastador trabajo. Todo esto se intensificó después, en América y en Rusia,
llegándose al desmedido ‘y así sucesivamente’, propio de un ‘siempre lo mismo’
y de lo indiferente. Se alcanzó el extremo de transformar lo cuantitativo en
una peculiar cualidad. Luego, el predominio del término medio, propio de lo que
es indiferente por tener el mismo valor, no es aquí algo tan insignificante y
mero abandono sino que consiste en los embates de alguien tal que, al atacar
toda jerarquía y espiritualidad del mundo, las destruye, emitiéndolas como
mentiras. Es el embate de aquello que llamamos demoníaco (en el sentido de lo
malvado y destructor).