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martes, 5 de julio de 2011

NI LOS BANCOS NI LOS RICOS.Por Eduardo Arroyo

 
 
Ninguna de las recetas "inevitables" para Grecia, Portugal o España nos salvará de lo peor. Al final, en el reino de la libertad, seremos todos un poco más esclavos. Y ante eso todos callan.

Todos, digo, tienen parte de responsabilidad en la plantación global que se avecina. Lamentablemente para los "indignados" y sus defensores, la culpa no es de "los banqueros" ni de "los ricos", sino del sistema en su conjunto que permite esta situación. Algunos creen que confiscar el patrimonio de éste o aquél prócer de las finanzas es suficiente. Eso como mucho dañaría sus posesiones y a éste individuo en concreto. Pero en realidad lo que importa es el espíritu que permite crecer y crecer en riqueza a unos a costa de la descomposición progresiva de la comunidad.

Ahora ha llegado la "buena nueva": Grecia, por fin, aceptará el plan de recortes que exige el FMI y la UE en nombre de "los inversores". Portugal tendrá más IVA y renunciará a media paga de Navidad. Para los economistas vendidos al poder, ésto significará ni más ni menos que por fin van a poder ahorrarse algunos miles de millones de euros. En realidad, los ciudadanos tendrán menos dinero que gastar y la maquinaria económica se moverá más despacio. La medicina está llamada a generar más pobreza y a producir el efecto contrario al deseado.

La idea subyacente consiste en que Grecia, Portugal y otros, acepten por fin que en el mercado y solo en el mercado puede obtenerse el dinero que necesitan para financiar su crecimiento. A los liberales se les llena la boca con la corrupción de Grecia, como si países que crecen al 10 y al 12% -China o la India- no fuera corruptos. La causa real de los problemas es una mala gestión de la función financiera: la idea de que el dinero es para lucrarse antes que nada, y no para financiar la economía real y el bienestar de la gente, es una idea diabólica que está en la base de esa perversión última que amenaza con dar al traste con la zona euro. Dicha perversión tiene una doble naturaleza: la de los bancos privados que prestan dinero a jugosos tipos de interés y, por otro lado, la de los bancos centrales; en concreto, del Banco Central Europeo actual, edificado sobre una concepción errónea de su función, donde se piensa que debe ante todo garantizar "la estabilidad de los precios".

Para asegurarse los beneficios de la banca privada, los bancos ha cerrado el grifo del crédito, dado que han estirado al máximo el dinero que pueden prestar sin arriesgar demasiado. De ahí que los paquetes de estímulo hayan servido tan solo para que los bancos equilibren sus balances; no para llegar a la economía real productiva. Por su parte el BCE, con la excusa de vigilar la inflación, mantiene constante la masa monetaria de manera que forzosamente cualquier financiación deba obtenerse en los mercados privados. Mediante ésta privatización de la función financiera última -es decir, de la emisión de dinero- se imponen salvajes planes de "austeridad" de modo que "los inversores" vean garantizado el cobro del dinero prestado, aún a costa de la sangre de pueblos enteros. Y aquí radica la gran trampa: pensar que esos "inversores" son necesariamente ultramillonarios comidos por la avaricia. Esta idea falsa puede servir a los esquemas trasnochados de "lucha de clases" del marxismo. En realidad, esos inversores pueden ser varios miles de pequeños ahorradores que guardan su dinero en el banco o un fondo de pensiones destinado a preservar la vejez de otros tantos miles de trabajadores. ¿Diría alguien que un humilde trabajador de clase media o un matrimonio en el umbral de su vejez son responsables de las penurias de, por ejemplo, el pueblo griego? La respuesta es no y sería injusto culparles por ello. A menudo, bastante tienen con sobrevivir. Porque en realidad es todo un sistema pervertido que cree que está saneado cuando, por ejemplo, existe un "crecimiento económico" o tal o cual conglomerado bancario da beneficios astronómicos, todo ello pese a que una misma cifra de crecimiento económico o un mismo incremento en los beneficios interanuales puedan ocultar situaciones humanas completamente diferentes.

¿La solución? El sometimiento de la función financiera -legítima y que siempre ha existido- a la esfera política que ha de velar por la preservación del orden comunitario. Esto no tiene nada de abstracto y ambiguo. Consiste en aceptar la regla de oro de que el Banco Central -o quién actúe de instituto emisor- debe prestar dinero para financiar el crecimiento que conduzca al pleno empleo, conforme al interés político de la comunidad y no para asegurar el máximo lucro a "los inversores". En otras palabras, si para salvar al pueblo griego, los "inversores" tienen que ganar menos, estos deberán aguantarse. Por otro lado, la banca privada puede obtener beneficio por arriesgar su dinero en un préstamo, pero no a toda costa y en cualquier caso. Nuevamente es la política y la concepción del hombre quién manda. En realidad, lo que es falso y abstracto es ese sacrificio de todo y de todos en el altar de unos cuantos parámetros macroeconómicos. Palabras como "competitividad", "flexibilidad laboral" o "empleo" solo pueden usarse cuando se justifican desde un punto de vista humano. A menudo se olvida que un "empleo" pagado con 300 euros al mes no es un empleo, aunque se utilice para maquillar las estadísticas. La "flexibilidad laboral" puede ser útil a una empresa que se hunde y que cree que el despido es la situación en sus problemas, pero desde el punto de vista del trabajador es desastroso. Todo radica en la estúpida idea de que los males de la empresa provienen del aumento de costos impuestos por la mano de obra cuando suelen venir más bien de la presión fiscal y de la usura bancaria; es decir, desde arriba.

En cuanto a la "competitividad", ésta alcanza su máximo, por ejemplo, en los arrozales de prisioneros del Vietcong o en las factorías de la china comunista, donde las multinacionales occidentales pagan su mano de obra esclava. Ahora bien, ¿es esto deseable? A poco que se piense se convendrá que ni el beneficio ni el crecimiento económico justifican cualquier cosa. De ahí que sea necesario diseñar la economía desde arriba, desde una determinada concepción del hombre. Decir que un orden económico nace y se autorregula puede ser cierto, pero en tanto se llega a un "orden" más o menos discutible, miles o quizás millones se han quedado por el camino. Esto resulta inadmisible para cualquier persona que, al revés de los economistas del momento, no haya perdido la chaveta o, simplemente, no se haya vendido a los amos de la época.


Artículo aparecido en elsemanaldigital.com