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domingo, 22 de enero de 2012

UN MARINO DECENTE. Por Arturo Pérez-Reverte



Durante la guerra civil española, es innegable que se cometieron tropelías, villanías, bajezas y crueldades, por parte de ambos bandos. Pretender ahora que uno de los dos bandos fue más malo o más bueno a través de desenterramientos de odios, muertos y miserias con falsificaciones subvencionadas con dinero público es una solemne bellaquería. Pero también hubo ejemplos de heroísmo, caballerosidad y generosidad, episodios bellos en los que se dio lo mejor de aquellos hombres que se batieron, muchos de ellos, scarificándose de manera desinteresada y límpia. También en ambos bandos. No hemos podido resistirnos a publicar el siguiente texto del escritor Pérez-Reverte. Un ejemplo que ilustra uno de esos episodios en los que personajes de ambos bandos reflejaron lo mejor de si mismos, legándonos uno de esos episodios de coraje,camaradería, respeto, lealtad, entrega y belleza que nos dejan las antiguas guerras y que hoy brillan por su ausencia en este mundo de supuesta "paz" y de terrorismo de estado que hoy llaman "guerra". Esa es la memoria histórica que nos debería interesar rescatar.

Hace tiempo que no tecleo en plan abuelito Cebolleta, contando alguna peripecia histórica. Así que refrescaré una que, en realidad, es epílogo de otra que ya referí hace tres años -Un gudari de Cartagena- sobre el combate del pesquero armado republicano Nabarra con el crucero nacional Canarias durante la Guerra Civil. La acción tuvo lugar cerca del cabo Machichaco; y como señalé en su momento, es mi episodio favorito de la historia naval española del siglo XX. Lo que voy a contarles quizá contribuya a aclarar por qué.

El 5 de marzo de 1937, durante una acción contra un pequeño convoy republicano, las 13.000 toneladas y las cuatro torres dobles del Canarias, capaces de disparar proyectiles de 113 kilos, se enfrentaron a un humilde bacaladero de la Euzkadiko Gudontzidia -ikurriña en la proa y bandera española con franja morada a popa- armado con sólo dos cañones de 101.6 milímetros. El combate fue brutal y sangriento: durante una hora, maniobrando con tenacidad suicida entre una fuerte marejada, el comandante del Nabarra, Enrique Moreno Plaza, un murciano al que la Enciclopedia Auñamendi llama «marino vasco nacido en la Unión» -confirmando, como dice mi amigo el marino y escritor Luis Jar, que los vascos nacen donde les da la gana-, y los cuarenta y ocho hombres de la dotación, lograron arrimarse lo bastante al crucero enemigo para sostener un combate que sus propios adversarios, en el parte oficial, calificarían de «eficaz y admirable». Y al fin, en llamas, sin arriar bandera, el pequeño Nabarra se hundió con treinta hombres a bordo -imposible compararlos con los miserables que hoy se llaman a sí mismos gudaris-, incluido el comandante. Con ellos murió también el cocinero, Pedro Elguezábal, que mientras se iban a pique, animado por una botella de coñac, enseñaba al Canarias un cuchillo desde la borda gritando: «Venid si tenéis huevos, cabrones».

Ésa es la historia que conté hace tres años, aunque en folio y medio no me cabía el epílogo. Uno de esos adversarios que calificaron de eficaz y admirable la hazaña del humilde Nabarra fue el tercer comandante del Canarias, Manuel Calderón. Y ese marino de la escuadra nacional demostró, con su comportamiento tras el combate, una admiración por la valentía del enemigo derrotado, una compasión y una calidad humana que situaron en el mismo plano de grandeza moral, quizá por única vez en la sucia historia de nuestra Guerra Civil, a vencedores y vencidos; sobre todo en lo que se refiere al aspecto naval del conflicto, donde la saña de unos y otros desbordó la infamia, con asesinatos masivos de oficiales en la zona republicana y con una despiadada aplicación de la pena de muerte por parte de los tribunales franquistas a los marinos, mercantes o de guerra, capturados al bando enemigo. Ése fue el caso de los diecinueve supervivientes del Nabarra, que fueron condenados a muerte tras su desembarco y prisión. Y si no se cumplió la sentencia fue gracias a los esfuerzos del comandante del Canarias, capitán de navío Moreno, y sobre todo al tesón de su tercero, el capitán de corbeta Calderón, que removió cielo y tierra para salvar la vida de los vencidos. Calderón llegó al extremo de pedir una entrevista con el general Franco, en la que argumentó: «Esos hombres son unos héroes, y los héroes merecen vivir». Tanto insistió una y otra vez en alabar el valor de aquellos diecinueve marinos, que para quitárselo de encima Franco acabó concediendo el indulto y la liberación inmediata de todos ellos. «Sáquelos de la cárcel -fueron sus palabras exactas-. Y luego invítelos a comer chipirones. Pero pague usted de su bolsillo».

Hubo algo más que chipirones. Porque Manuel Calderón siguió velando el resto de su vida por los supervivientes del Nabarra. Buscó trabajo a unos, recomendó a otros y protegió a todos para que no sufrieran represalias. Al marinero Lahoz le avaló un crédito bancario, al segundo oficial Olaveaga lo ayudó a obtener el título de capitán de la marina mercante, y cuando supo que al telegrafista Cahué le negaban trabajo en Baracaldo por sus antecedentes políticos, se presentó allí de uniforme, convocó al alcalde y al comandante de la Guardia Civil, y dijo que al día siguiente quería ver a Cahué trabajando. Fue Manuel Calderón, en suma, un marino decente y un hombre de honor. Con más gente como él, la suerte de la infeliz España habría sido entonces, y aún ahora, más afortunada de lo que fue y de lo que es. La prueba de que los hombres del Nabarra le profesaron idéntica lealtad y aprecio es que cuando Calderón, soltero y sin hijos, murió en 1979 en una residencia de ancianos, sus antiguos enemigos en el combate de cabo Machichaco lo habían hecho padrino de treinta y dos hijos y nietos.
Arturo Pérez-Reverte

Epílogo:


El 5 de marzo de 1976, a las 10,00 horas un pesquero zarpaba sigilosamente de Bermeo. Con la colaboración de la asociación Bidasoa se había organizado un sencillo acto conmemorativo del combate de cabo Matxitxako. En las aguas donde se hundió el bou "Nabarra", con la asistencia de cinco supervivientes, se hizo una breve narración del combate, y se leyó el poema de C. Doy Eewis, "Nabarra". Acto seguido fue lanzada al mar por Perico de la Hoz una corona de flores con la inscripción " Nabarra'ko gudarientzat". Luego fue levantada un acta que decía así:
"En aguas de Cabo Matxitxako el 5 de marzo de 1976. Reunidos un grupo de vascos a bordo de un pesquero en aguas de Matxitxako, hemos dado a la mar una corona de flores en recuerdo de la Batalla de Cabo Matxitxako y del hundimiento del "Nabarra ". Al conmemorar su 39 aniversario, saludamos a aquellos marinos vascos muertos por su patria así como a los demás partícipes en la gesta. Deseamos igualmente enviar desde estas aguas un afectuoso recuerdo al Contralmirante Don Manuel de Calderón, en agradecimiento por haber salvado las vidas de los supervivientes del "Nabarra", gesto que no quedará olvidado entre los marinos vascos".

Nota: El  entonces capitán de navío Salvador Moreno y Fernández, quien recibió a los supervivientes diciéndoles que si no tenían crímenes de sangre intercedería por ellos y le avisaran si algún miembro de la tripulación los miraba mal o no les daba el trato correcto, y que fuera uno de los que intercedieron ante Franco para salvar la vida de los marinos vascos del Nabarra -"mis enemigos de un día"-, fue uno de los 37 altos cargos del franquismo imputados por el juez Garzón por "crímenes contra la humanidad", proceso declarado ilegal por el CGPJ. El almirante Moreno, en todo caso, había muerto en 1966 y  sido enterrado en el Panteón de los Marinos Ilustres.