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domingo, 10 de octubre de 2010

LA IDENTIDAD EUROPEA. Por Enrique Ravello



La identidad europea. Por Enrique Ravello

La identidad europea no nace en Grecia. La identidad europea no debe entenderse como el resultado final de varios y heterogéneos elementos que le van dando forma a lo largo del proceso histórico. La identidad europea no es la suma del pasado greco-latino por un lado, cético-germánico por otro, y el cristiano que en la Europa medieval podríamos llamar euro-catolicismo... La identidad europea es anterior y preexistente a todas estas realidades, siendo a su vez la que da forma al mundo greco-latino, al pasado cético-germánico-eslavo, -meras adaptaciones históricas en una espacio geográfico concreto y sobre unas condiciones determinadas del espíritu de Europa-, y la que convierte el judeo-cristianismo en una elevada forma religiosa cual fue la Cristiandad medieval, mezcla de elementos cristianos y paganos que durante muchos siglos ha sido la referencia espiritual de los europeos, y que ahora puede dejar de serlo toda vez que las instituciones de las diferentes confesiones cristianas están claramente decididas a eliminar los elementos propiamente europeos, y a convertir al cristianismo en una religión igualitaria y universalista fiel solamente a la mentalidad de los pueblos del desierto en los que tuvo su primer origen.


La identidad europea no se “forma”. La identidad europea “nace” en los albores de la prehistoria, casi al mismo tiempo en el que el hombre, tal y como hoy lo conocemos, aparece en la superficie de nuestro planeta. Los europeos somos ya reconocibles como algo diferenciado desde hace varios milenios. La culturas nordeuropeas de Ertebølle y Ellerberck señalan el nacimiento de la que los historiadores llaman mundo indoeuropeo, mundo indoeuropeo que se reconoce por un lenguaje común, un tipo humano común, la existencia de un lugar primigenio concreto, y sobre todo y desde un primer momento, un determinado sistema de valores y una precisa visión del mundo: lengua, pueblo y Cosmovisión que se expanden por toda Europa conformando y dando origen a todo lo que hoy englobamos en el concepto de Europa. “Además de la importancia de la emigración indoeuropea se refuerza por el hecho de constituir la nueva raza un pueblo con grandes dotes físicas y espirituales, bien contrastada en los imperios y culturas que alcanzaron en la Antigüedad y que lograron su punto álgido en las civilizaciones griega, romana y medopersa” (1) .


La Cosmovisión de nuestros antepasados indoeuropeos comprendía todos los aspectos de la realidad: desde lo social a lo metafísico, de la política a la filosófica, determinando toda la actuación del “hombre europeo” a lo largo de la aventura de la Historia. También nuestro actual sistema de pensamiento, en gran parte regido por lo que C. G. Jung definió como arquetipos colectivos.
Para los indoeuropeos, pasados y presentes, la célula básica de la sociedad es la familia patrilineal, tanto en sentido descendente como ascendente; estando antiguamente por encima de ella un gentilidad más amplia que indicaba un antepasado común (las gens latinas o los clanes célticos). Su sistema de gobierno es el de una asamblea de guerreros con poder de decisión, muy lejos de sistemas tiránicos y despóticos de raíz oriental, ejemplos claros los tenemos en el Senado romano o en las Cortes medievales. En el terreno religioso se está en las antípodas de cualquier concepción universalista e igualitaria, y se consideran las diferencias entre los hombres algo más que un accidente coyuntural, un reflejo del orden del Cosmos, dividiendo la sociedad en tres categorías a la que cada individuo pertenece según su naturaleza interna; repitiéndose este esquema religioso y social en toda la época pagana y también en la Edad Media católica, que mantiene todavía la misma división social entre:
oratores, pugnatores y laboratores.


La mujer, aun dentro de una sociedad patriarcal, era tenida en muy alta consideración. En oposición al concepto de la condición femenina que tenían y tienen las civilizaciones del desierto, en las que es asimilada a la concepción de objeto sexual y pecado, obligada a prostituirse por lo menos una vez en su vida, o se le cubre su rostro con un velo, desde la Antigüedad indoeuropea es considerada y honrada, y si al padre le corresponden las funciones cívicas y militares; a la mujer le corresponde la administración del hogar. Consecuencia de esto es la diferente realidad que aún hoy viven las mujeres europeas y las del resto del mundo.


En el terreno personal el reconocimiento del valor y el espíritu heroico estaban por encima de cualquier otra consideración, así como la fidelidad a los que estaban por encima de ellos y a los que libremente se la habían prometido, en el mundo latino y medieval da lugar al concepto de FIDES. En general un gusto por lo sobrio, lo directo y el cumplimiento del deber como forma de autorrealización caracterizó a todo el mundo indoeuropeo. “Nada en exceso”, “Conócete a ti mismo”, “Conviértete en lo que eres”, eran las frases que aparecían en la entrada de algunos templos griegos, y que, en su completo significado, encierran un elevadísima concepción del mundo. Nuestra concepción del mundo.


Este origen común y su consecuente identidad y cosmovisión compartida no deben convertirse simplemente en objeto de búsquedas intelectuales sobre el pasado, ni en materia de una erudición y de un conocimiento a mitad camino entre lo académico y lo romántico. Por el contrario habrá de ser el pilar básico y el mito movilizador para construir la gran Europa del futuro inmediato. El siglo XXI es el del combate identitario, superada la fase del Estado-nación y de los bloques nacidos de la segunda post-guerra, contemplamos cómo el planeta se organiza entorno a grandes espacios determinados por una identidad común. El destino pone a los europeos ante una disyuntiva: o sabemos interpretar nuestro momento histórico y somos capaces de crear una Europa que por un lado desarrolle las capacidades prometeicas de nuestra civilización, y por otro sea capaz de leer en su más larga memoria para edificarse sobre su herencia milenaria; o la próxima será la última generación de europeos antes de ser fagocitados por los dos enemigos que amenazan la libertad de nuestro continente-nación: el mundialismo uniformizador e igualitarista con capital en Nueva York y el islamismo que, al igual que hace con sus mujeres, tapará nuestro pasado con un velo de intolerancia y oscuridad profundamente ajeno al alma europea. En nosotros está la decisión.


Enrique Ravello.