La crisis "económica". Por Joaquim Bochaca
Aunque el gobierno de España haya sido, hasta hace muy poco, renuente a utilizar la fatídica palabra «crisis» para definir el presente estado calamitoso de la economía, si buscamos en el diccionario el significado de esa palabra, referido concretamente a la economía, la vemos definida como «la perturbación de la actividad económica por razones inherentes a su funcionamiento. La situación de crisis proviene generalmente de una insuficiencia de la demanda para absorber toda la producción». La explicación es tan simple como clara. Y si no se quiso pronunciar la temible palabra, fue por razones estrictamente políticas y electorales.
En el pasado siglo hubieron varias crisis económicas, la más famosa de todas la del Black Friday, en la Bolsa de Nueva York, en 1929,que arrastró a todas las demás y provocó una serie de crisis en cadena, particularmente en Europa. Ya entonces la economía estaba globalizándose, y se decía, en acertada metáfora, que cuando los Estados Unidos, meca del Capitalismo, cogía un resfriado, Europa enfermaba de gripe. Ahora se produce la misma situación, con el agravante, referido a España, que debido a nuestra economía cada vez más centrada en el turismo y la construcción, es decir, en sectores que forzosamente deben ser limitados, ya no tenemos la gripe, sino una pulmonía.
Hace unos días, en el diario barcelonés La Vanguardia, se publicaron las declaraciones de cinco Premios Nobel de Economía, que afirmaban desconocer las «causas profundas» de esta crisis mundial, y, por supuesto, también desconocían los remedios a aplicar para salir de ella. La segunda afirmación es creíble, dentro del sistema; la primera, el desconocimiento de las causas, no lo es.
A veces cabe preguntarse si se ha perdido toda capacidad de sentido crítico, y de mirar a la realidad cara a cara. Ya no me refiero a los distinguidos Nobel aludidos, sino a ciudadanos a los que cabe atribuir un poco de sentido común. Se oyen decir verdaderas majaderías; los hay que le echan las culpas al «desaforado consumismo», y abogan por una reducción drástica del mismo para salir de la crisis. Parecen ignorar que la reducción del Consumo lleva aparejada la reducción de la Producción, y la consecuencia de esta última es el Paro. También se suele echar la culpa al gobierno de turno, en España y en todas partes, cuando la realidad es que los gobiernos, incluidos los teóricamente más poderosos, bien poco pueden hacer ante la crisis, excepto, en última instancia, imprimir moneda (la real, billetes) para salvar a los causantes del global desaguisado; y aún esa medida la toman cuando aquéllos se lo dicen –aunque, probablemente, ni siquiera hará falta que se lo digan– y en la cuantía que se lo dicen. Es más, según la prensa mundial, el gobierno americano ha destinado la astronómica cifra de 585.000 millones de dólares, para que mastodónticas empresas bancarias, crediticias y aseguradoras, puedan «salir a flote», feliz frase de algún economista estipendiado del Sistema, como casi todos. Otros se lamentan de que los causantes del colapso financiero –que literalmente se «forraron» cuando abrían créditos a mansalva– sean salvados por el gobierno, ahora que la burbuja crediticia ha reventado, haciendo que todo el pueblo americano pague por el estropicio que han causado. Pero las cosas no son así. El gobierno americano no ha tomado esa medida. No puede tomarla, por la sencilla razón de que desde diciembre de 1913, la emisión de moneda corresponde al Federal Reserve Bank (Banco de la Reserva Federal) que, pese al empaque de su denominación, es una entidad privada. El Consejo Directivo de del F.D.R. lo integran –por ley– nueve personas; cuatro nombradas por el gobierno de la nación, y otras cuatro por el Consejo, que las elige por cooptación, y nombra también al Presidente, actualmente Bernanke. De manera que el núcleo de esa entidad –probablemente la más poderosa del mundo– tiene siempre una mayoría de 5 a 4.
La verdadera –y única– causa de esta crisis, en nuestro mundo globalizado, no es más que el hecho de que el dinero, desde hace casi dos siglos, ha dejado de ser un «medio de cambio» para convertirse fundamentalmente en un «valor», es decir, en una mercancía. Esto parece que, más o menos, se intuye, aunque dudo de que la gran mayoría de la gente lo comprenda, lo aprehenda realmente, totalmente. Y en ella incluyo a los «profesionales» paridos en las aulas de las llamadas «Ciencias Económicas», que, a diario, explican en las páginas de periódicos serios el porqué de un eventual desplome de la Bolsa, cuando lo útil sería que estos «profetas del pasado» lo hubieran previsto con anterioridad.
Vayamos a la raíz del tema. La Economía se compone, básicamente, de tres elementos: la Producción, el Consumo y la Distribución. El objeto de la Producción es el Consumo. Todos somos, a la vez, consumidores y productores. Un campesino produce trigo, hortalizas u otros vegetales, y consume un sin fin de otros productos: desde semillas y tractores hasta todo lo que necesita para su hogar. En las fábricas se producen toda clase de artículos para abastecer el mercado, y sus obreros y empleados consumen igualmente toda clase de bienes. Diariamente, productores y consumidores debemos cruzar el puente que nos une, cual es la Distribución, es decir: el Dinero.
Y aquí llegamos al quid de la cuestión: nadie se ha cansado de consumir. Nadie, tampoco, se ha cansado de producir. El origen del problema –de la famosa crisis– no está, pues, ni en la Producción ni en el Consumo. Luego sólo puede estar en el puente que debe unirlos: la Distribución, que llamaríamos el puente del Diablo. En ese puente suceden, siempre, cosas muy raras, hasta el punto de haberse llegado a convertir en el elemento principal de la Economía, tanto a nivel local, como nacional o internacional. Al dejar de ser, el Dinero, un instrumento de medida y cambio para convertirse, en el Sistema Capitalista, en un «valor» y en una mercancía, los otros dos elementos pasan a ser subsidiarios suyos.
He comprobado, docenas de veces, hablando con gentes, en otros aspectos, dotadas de un sólido sentido común, que al preguntarles qué es, en su opinión, el Dinero, suelen contestar que son unas piezas de metal y papel que sirven para comprar mercancías y pagar servicios; y aún, para llegar a esta definición, a veces hay que ayudarles un poco. Al aclararles que esa definición a la que, más o menos trabajosamente, se ha llegado, fue, antaño, más o menos idónea, pero que en la actualidad es aplicable tan sólo a la calderilla, se quedan mirando como si uno fuera un alienígena. Luego, si les preguntas si tienen una tarjeta de crédito te dirán que sí, y si pagan el alquiler con dinero, te dirán que no, y, paulatinamente van cayendo en la cuenta de que su concepto del «dinero» es erróneo. Y que la auténtica definición del dinero debería ser: «Cualquier cosa por la cual se entregan mercancías, se pagan servicios o se cancelas deudas». Es decir, cheques, tarjetas de crédito y otros instrumentos crediticios.
Hace casi cuarenta años escribí un par de libros en que aludía muy directamente al llamado, en los países anglosajones, «fiat money», y, en nuestros lares, «dinero crédito». La palabra crédito procede del latín credere, que significa «creer». Cuando un banco pretende que presta dinero a un cliente, cree que, dentro de un plazo pactado, se lo devolverá, más los intereses. Y el cliente cree que le han prestado dinero. Pero, en realidad, lo que el banco le presta es –por regla general– un talonario de cheques, que puede utilizar para ir pagando sus gastos. El secreto del negocio bancario consistía, entonces, en que los cuentacorrentistas retiraban, en promedio, el 10% de sus cuentas para sus gastos ordinarios corrientes. Sabedores los bancos, por la experiencia diaria, que les quedaba en caja el 90% del dinero de sus clientes, abrían créditos por el valor de ese dinero, obteniendo así unas cuantiosas ganancias, «con el dinero de los demás». Los bancos no incurrían en riesgo alguno, pues contra sus talonarios de cheques exigían unas garantías en bienes tangibles, tales cono inmuebles, cosechas, etc. que pasaban a ser de su propiedad en caso de impago del principal más los intereses.
Esta «regla del 10% y el 90%» que era un verdadero y abusivo peaje para el «puente de la Distribución» fue paulatinamente «mejorada» por el sistema bancario, con la aparición de nuevos y múltiples artilugios crediticos, siendo el principal de ellos las llamadas tarjetas de crédito.
Todo esto, a la corta o a la larga, tenía que estallar. Y tuvo que ser en la Bolsa de Nueva York, extendiéndose desde allí a todas las demás. Sabido es que el refugio de los ahorros de las clases medias es la Bolsa, invirtiendo en valores muy seguros, pues con la constante carrera de precios y salarios –en la que éstos nunca ganan– ahorrar el dinero en un calcetín, debajo de una baldosa, como hacían antaño los campesinos, equivalía a ir perdiendo gran parte de su valor con el paso del tiempo. Por esta razón, el presente «crack» bursátil está afectando, sobre todo, a las clases medias, contribuyendo a su proletarización.
La técnica para provocar el actual estallido de la Bolsa ha sido la tradicional.
En primer lugar: Concesión abundante de créditos; consecuencia: alza. Alza, que durará tanto tiempo como se vayan concediendo créditos.
En segundo lugar: Elevación de los tipos de interés y paulatina restricción de créditos; efecto infalible: baja.
Que la catástrofe financiera ocasionase automáticamente una retirada de moneda real (billetes); que tal carestía monetaria restringiera las posibilidades de compra, es más que natural.
Que al poderse comprar menos la producción no hallase consumidores suficientes para poder subsistir, es lógico.
Y que al disminuir el Consumo sobrara Producción y se produjera el Paro, está en una perfecta relación de causa a efecto. Y así se llega a la criminal paradoja de un mundo con fábricas y almacenes con stocks desbordantes, con un material que se oxida o se pudre, mientras el mundo se enfrenta a un Paro fatal, y privado del medio (la Distribución) de consumir aquella producción que se irá pudriendo o destruyendo.
Se ha dicho que los magnates de la Finanza se han pillado los dedos al excederse más allá de toda prudencia en la concesión de créditos, aperturas de hipotecas y otros –como les llaman– «productos financieros». Afirmar esto es desconocer el modus operandi de los magos de la Finanza, los dioses como les llaman los aduladores cronistas que pululan por Wall Street, la City londinense y demás «templos» de la Finanza Internacional.
Pensar que gente como los Lehman, que son, junto a los Rothschild, los Rockefeller y los Warburg, el póker de ases de la gran Finanza, se han pillado los dedos con una desaforada concesión de créditos con dudosas garantías, es, sencillamente, ridículo. Que muchos altos y medianos cargos han perdido el empleo y que millares, si no millones, de clientes han perdido gran parte del importe de sus cuentas corrientes y muchísimos más han visto cómo se volatilizaba el valor de sus acciones, es indudable. Pero los Lehman, ¡por favor! Ellos han debido ver venir lo que se avecinaba y su dinero debe estar a buen recaudo tiempo ha.
Hay una tendencia a olvidar que el negocio bancario se hace con el dinero de los demás. La masa dineraria de cualquier banco es de sus impositores, que son los titulares de su propiedad, mientras que el banco «sólo» tiene la posesión. Y yo diría que «la posesión es a la propiedad lo que el amante es al marido». La responsabilidad legal y real es de la propiedad, en la Banca y en todas partes. En el diario barcelonés La Vanguardia (18 de septiembre del 2008) se informa de que el presidente de Lehman Brothers, Richard Fuld y algunos altos dirigentes de aquella entidad, han cobrado, en los últimos años «cantidades ingentes e inmorales de dinero en forma de "bonus" por los resultados obtenidos en una carrera desbocada hacia la nada». Y tengamos bien presente que ese dinero lo han conseguido con total impunidad y nulo riesgo personal, ya que el capital no era suyo, sino de los cuentacorrentistas, y lo que Fuld y sus compinches han debido poner a buen recaudo –tras venderlas en su momento oportuno– es el importe de la venta de sus acciones.
También se dijo que la Banca Warburg de Hamburgo se había hundido con la llegada de Hitler al poder, pero luego resultó que en cuestión de horas sus fondos habían sido transferidos a la Warburg americana. Se dijo, en fin, que tras el Black Friday, América estaba arruinada. Pero no era así. Quienes estaban arruinados eran muchos americanos. Pero las fábricas de toda clase de productos, las plantaciones de algodón, los pozos de petróleo, las minas... y, sobre todo, el ingenio, la inventiva y las ganas de trabajar del pueblo americano continuaban existiendo. Lo que había pasado era que fábricas y toda clase de propiedades, habían cambiado de manos. Lógicamente, hay que suponer que se trataba de las manos de los que habían provocado aquella catástrofe.
Se pronostica que la actual crisis económica –que en realidad debería adjetivarse financiera– será todavía peor que la que empezó en Wall Street en 1929 y luego se extendió por toda Europa. Es probable, aunque bien haríamos en desconfiar de los vaticinios de los cronistas financieros. Lo evidente es que sus efectos serán –ya lo están siendo– la proletarización de la clase media y un aumento de la inmigración, para lograr, las empresas, minimizar sus gastos con la importación de mano de obra barata.
Esta crisis mal llamada «económica» tiene, como causa principal, que el trabajo, la producción y el consumo de todo el mundo han estado, y continuarán estando, subordinados a la conveniencia y el interés del Dinero Financiero, que, hace cuarenta años, califiqué yo de «Moneda Falsa de Curso Legal». Trabajo, producción y consumo, es decir, los frutos de la laboriosidad del hombre, subordinados al Crédito, y no al revés, como sería lo lógico, lo justo y lo honrado.